13 de abril de 2008

Zen en el arte de escribir

Elegí el título que figura arriba, muy deliberadamente, por supuesto. La variedad de las posibles reacciones debería garantizarme alguna multitud, aunque sólo sea de mirones curiosos: de esos que vienen a apiadarse y se quedan a gritar.
Para asegurarse una atención boquiabierta, el viejo curandero de feria que solía ambular por nuestro país utilizaba calíope, tambor y un indio pies negros. Espero que a mí se me perdone usar el Zen de modo muy semejante, al menos en principio.
Pues al final quizá descubran que en el fondo no es un chiste.
Pero pongámonos serios por etapas.
Ahora que ya los tengo aquí, ante mi plataforma, ¿qué palabras pondré a la vista pintadas en letras rojas de tres metros de alto?
TRABAJO.
Ésta es la primera palabra.
RELAJACIÓN
Ésta es la segunda. Seguida de dos finales:
¡NO PENSAR!
Ahora bien, ¿qué tienen que ver estas palabras con el budismo Zen? ¿Qué tiene que ver con la escritura? ¿Y conmigo? Pero muy especialmente, ¿qué tiene que ver con ustedes?
Antes que nada, echemos una larga mirada a TRABAJO, esa palabra levemente repulsiva. Sobre todo, es la palabra alrededor de la cual girará la carrera de ustedes durante toda la vida. Empezando ahora, cada uno de ustedes debería volverse no un esclavo, término demasiado mezquino, sino un socio. Cuando consigan que la existencia y el trabajo sean experiencias copartícipes, la palabra perderá su aspecto repulsivo.
Dejen que me detenga aquí un momento a hacer unas preguntas. ¿Por qué en una sociedad de herencia puritana tenemos hacia el trabajo sentimientos tan ambivalentes? No estar ocupados nos da culpa, ¿verdad? Pero por otro lado, si sudamos en exceso nos sentimos manchados.
Sólo puede sugerir que a veces nos inventamos un trabajo, una actividad falsa, para no aburrirnos. O, peor aún, se nos ocurre trabajar por dinero. El dinero se vuelve el objetivo, la meta, el fin y el todo. Y el trabajo, importante solo como medio para ese fin, degenera en aburrimiento. ¿Cómo puede sorprendernos que lo odiemos tanto?
Al mismo tiempo, otros, los más presuntuosos, han alentado la noción de que basta una pluma, un trozo de pergamino, una hora ociosa al mediodía, un soupçon de tinta primorosamente estampado en papel...., si hay un vaho de inspiración. Siendo dicha inspiración, con demasiada frecuencia, el último número de The Kenyon Review o cualquier otro trimestral literario. Unas pocas palabras por hora, unos párrafos grabados por día y... ¡voilá! ¡Somos el Creador! ¡O, mejor todavía, Joyce, Kafka, Sartre!
No hay nada que supere a la creatividad verdadera. No hay nada más destructivo que las dos actitudes descritas arriba.
¿Por qué?
Porque las dos son formas de mentir.
Es mentiroso escribir para que el mercado comercial nos recompense con dinero.
Es mentiroso escribir para que un grupo esnob y cuasi-literario de las gacetas intelectuales nos recompense con la fama.
¿Hace falta que les cuente cómo rebosan las revistas literarias de jóvenes que se convencen de que están creando cuando lo único que hacen es imitar los arabescos y floreos de Virginia Woolf, William Faulkner o Jack Kerouac?
¿Hace falta que les cuente cómo rebosan las revistas femeninas y otras publicaciones comerciales de jóvenes que se convencen de que están creando cuando lo único que hacen es imitar a Clarence Buddington Kelland, Anya Seton o Sax Rohmer?
El mentiroso de vanguardia piensa que será recordado por una mentira pedante.
A la vez el mentiroso comercial, en su nivel, piensa que si él se tuerce, es porque el mundo está inclinado, ¡todo el mundo camina así!
Bien, me gustaría creer que a nadie que lea el presente artículo le interesan estas formas de la mentira. Cada uno de ustedes, interesado en la creatividad, quiere entrar en contacto con aquello de sí mismo que es auténticamente propio. Quieren fama y fortuna, sí, pero sólo como premio por un trabajo sincero y bien hecho. La notoriedad y la cuenta abultada deben llegar cuando todo lo demás ya ha concluido. Es decir que mientras uno está ante la máquina no ha de tenerlas en cuenta. Quien las tiene en cuenta miente de una de las dos formas: bien para complacer a un público minúsculo, capaz de apalear una Idea hasta la insensibilidad, y al cabo matarla, o a un público amplio que no reconocería una Idea aunque ésta le diese un mordisco.
Se habla mucho de los que se someten al mercado, pero no lo suficiente de los que se someten a las camarillas. En último análisis, ambas actitudes son desgraciadas para el escritor que vive en este mundo. Nadie recuerda, nadie menciona, nadie discute la historia de un sometido, sea un Hemmingway o un Elinor Glyn de tercera.
¿Cuál es la mayor recompensa para un escritor? ¿No es que un día alguien se le abalance, con la cara estallando de franqueza y los ojos ardientes de admiración, y exclame?:
“!Su último cuento era buenísimo, realmente maravilloso!”.
Entonces sí vale la pena escribir. Sólo entonces.
De golpe las pomposidades de los intelectuales desvaídos se desvanecen en polvo. De pronto los agradables billetes obtenidos de revistas gordas de publicidad pierden toda importancia.
El más artificioso de los escritores vive para ese momento.
Y Dios, en su sabiduría, a menuda proporciona ese momento al más rácano de los escribidores y al más exhibicionista de los literateurs.
Porque en la labor cotidiana llega un momento en que el consabido Escritor Comercial se enamora tanto de una idea que empieza a galopar, echar vapor, jadear, exaltarse y a pesar de sí mismo, escribir desde el corazón.
Y así también el hombre de la pluma de ganso le entra fiebre, y a fuerza de sudar caliente termina soltando tinta roja. Luego estropea docenas de plumas y horas más tarde emerge del lecho de la creación, ruinoso como quien ha desviado un alud que iba a aplastarle la casa.
Ahora bien ¿qué es ese sudor?, preguntarán ustedes. ¿Debido a qué esos dos mentirosos casi compulsivos se lanzaron a decir la verdad?
Permítanme alzar de nuevo mis carteles.
TRABAJO
Es del todo evidente que los dos estaban trabajando.
Y, pasado un rato, el trabajo mismo adquiere un ritmo. Empieza a perderse lo mecánico. Prevalece el cuerpo. Cae la guardia. ¿Entonces qué pasa?
RELAJACIÓN
Hasta que los hombres se dan a seguir alegremente mi último consejo:
NO PENSAR.
Lo que resulta en más relajación, más espontaneidad y una mayor creatividad.
Ahora que los he confundido por completo, permítanme una pausa para oír su grito consternado.
¡Imposible!, dicen, ¿cómo es posible trabajar y relajarse? ¿Cómo se puede crear sin ser un despojo de nervios?
Se puede. Todos los días de todas las semanas de todos los años hay alguien que lo hace. Atletas. Pintores. Escaladores de montañas. Budistas Zen con pequeños arcos y flechas.
Hasta yo puedo.
Y si hasta yo puedo, como probablemente están mascullando ahora con los dientes apretados, ¡también pueden ustedes!
De acuerdo ordenemos de nuevo los carteles. En realidad cabría ponerlos en cualquier orden. RELAJACIÓN Y NO PENSAR podrían ir primero y segundo, o los dos al mismo tiempo seguidos de TRABAJO.
Pero por conveniencia hagámoslo así, con la adición de un cuarto cartel de desarrollo:
TRABAJO, RELAJACIÓN, NO PENSAR, AHONDAR LA RELAJACIÓN.
¿Analizamos el primero?
TRABAJO
Usted, por ejemplo, ya viene trabajando, ¿no?
¿O planea algún tipo de programa personal para empezar no bien deje este artículo?
¿Qué clase de programa?
Algo así. Mil o dos mil palabras por día durante los próximos veinte años. Al principio podría apuntar a un cuento por semana, cincuenta y dos cuentos al año, durante cinco años. Antes de sentirse cómodo en este medio tendrá que escribir y dejar de lado o quemar mucho material. Bien podría empezar ahora mismo y hacer el trabajo necesario.
Porque yo creo que finalmente la cantidad redunda en calidad.
¿Cómo?
Los billones de bocetos de Miguel Ángel, de Da Vinci, de Tintoretto (lo cuantitativo) los prepararon para lo cualitativo, bocetos únicos de línea más honda, retratos únicos, paisajes únicos de dominio y belleza increíbles.
El gran cirujano disecciona y vuelve a diseccionar mil, diez mil cuerpos, tejidos, órganos, preparando así por la cantidad el momento en que lo importante sea la calidad: aquel en que tenga bajo el cuchillo una criatura viva.
El atleta llega a correr diez mil kilómetros para preparase para los cien metros.
La cantidad da experiencia. Sólo de la experiencia puede surgir la calidad.
Todas las artes, grandes y pequeñas, son la eliminación del exceso de movimiento a favor de la declaración concisa.
El artista aprende a omitir.
El cirujano sabe ir directamente a la fuente del problema, evitar pérdidas de tiempo y complicaciones.
El atleta aprende a conservar la energía y aplicarla en cada momento en un lugar distinto, a utilizar un músculo y no otro.
¿Es diferente el escritor? Creo que no.
A menudo su arte estará en lo que no dice, lo que omite, en la habilidad para exponer simplemente con emoción clara, y llevarlo donde quiere llegar.
El trabajo del artista es tan largo, tan arduo, que un cerebro que vive por su cuenta acaba desarrollándose en los dedos.
Lo mismo para el cirujano, cuya mano esbozará salvadores dibujos, como la mano de Da Vinci, pero al fin en la carne del hombre.
Lo mismo para el atleta, cuyo cuerpo acaba por educarse y se convierte él mismo en mente.
Por el trabajo, por la experiencia cuantitativa, el hombre se libera de toda obligación ajena a su tarea inmediata.
El artista no tiene que pensar en los premios de la crítica ni en el dinero que obtendrá pintando. Tiene que pensar en la belleza de ese pincel preparado a fluir si él lo suelta.
El cirujano no ha de pensar en los honorarios, sino en la vida que palpita bajo sus dedos.
El atleta debe ignorar a la multitud y dejar que su cuerpo corra por él.
El escritor debe dejar que sus dedos desplieguen las historias de los personajes, que, siendo humanos y llenos como están de sueños y obsesiones extrañas, no sienten más que alegría cuando echan a correr.
De modo que el trabajo, el trabajo esforzado, allana el camino a las primeras fases de la relajación, esas en que uno empieza a acercarse a lo que Orwell llamaría el No pensar.
Como cuando se aprende a escribir a máquina, llega un día en que las meras letras a-s-d-f y j-k-l dan paso a una corriente de palabras.
Por eso no deberíamos desdeñar el trabajo ni desdeñar los cuarenta y cinco o cincuenta y dos cuentos escritos en nuestro primer año de fracasos. Fracasar es rendirse. Pero uno está en medio de un proceso móvil. Entonces no hay nada que fracase. Todo continúa. Se ha hecho el trabajo. Si está bien, uno aprende. Si está mal, aprende todavía más. El único fracaso es detenerse. No trabajar es apagarse, endurecerse, ponerse nervioso; no trabajar daña el proceso creativo.
Ya ven entonces que no trabajamos por trabajar, no producimos por producir. Si fuera así, sería lógico que ustedes alzaran las manos, horrorizados, y me dejaran. Lo que estamos intentando es encontrar una forma de liberar la verdad que todos llevamos dentro.
¿No es obvio ahora que cuanto más hablamos de trabajo más nos acercamos a la relajación?
La tensión nace de ignorar o de haber rendido la voluntad de saber. El trabajo, porque da experiencia, se convierte en una nueva confianza y finalmente en relajación. Una relajación, una vez más, de tipo dinámico; como en la escultura, cuando el artista no necesita decir a sus dedos lo que tienen que hacer. Tampoco el cirujano aconseja al bisturí. Ni el atleta aconseja al cuerpo. De repente se alcanza un ritmo natural. El cuerpo piensa solo.
Volvamos pues a los tres carteles. Júntenlos en el orden que quieran. TRABAJO RELAJACIÓN NO PENSAR. Ates separados, ahora se juntan en un proceso. Porque si uno trabaja, termina relajándose y al final no piensa. Entonces y sólo entonces opera la verdadera creación.
Pero sin un pensamiento correcto el trabajo es casi inútil. Me repito, pero el escritor que quiera pulsar la verdad más amplia que hay en él debe rechazar las tentaciones de Joyce o Camus o Tenesse Williams tal como las exhiben en las revistas literarias. Debe olvidarse del dinero que lo espera en las revistas populares. Debe preguntarse qué piensa realmente del mundo, qué ama, teme u odia y empezar a vertirlo en papel.
Luego, a través de las emociones, con el trabajo sostenido durante un largo período, la escritura se hará más clara; el escritor empezará a relajarse porque estará pensando bien y el pensamiento se hará más correcto aún porque é estará relajado. Se volverán los dos intercambiables. Por fin el escritor empezará a verse. De noche, de lejos, la fosforescencia de sus adentros arrojará sombras en la pared. Por fin el chorro, la agradable mezcla de trabajo, espontaneidad, relajación será como la sangre en un cuerpo, fluyendo del corazón porque ha de fluir, en movimiento porque ha de moverse.
¿Qué intentamos develar en este flujo? Lo único irreemplazable en el mundo, la única persona de la cual no hay duplicado. Usted. Así como hubo un solo Shakespeare, un Moliére, un doctor Jhonson, usted es ese bien precioso, el hombre individual, el hombre que todos proclamamos democráticamente pero tan a menudo se pierde en el tráfago, incluso para sí mismo.

¿Cómo se pierde uno?
Poniéndose metas incorrectas, como he dicho. Ambicionando la fama literaria demasiado rápido. Ambicionando dinero demasiado pronto. Pero deberíamos recordar que la fama y el dinero son dones que se nos otorgan sólo después de que hayamos brindado al mundo nuestros dones mejores, nuestras verdades solitarias e individuales. Por el momento tenemos que construir nuestra mejor trampa para ratones, sin atender al agujero que nos están abriendo en la puerta.
¿Qué piensa usted del mundo? Usted, prisma, mide la luz del mundo; ardiente, la luz le pasa por la mente para arrojar en papel blanco una lectura espectroscópica diferente de todas las demás.
Que el mundo arda a través de usted. Proyecte en el papel la luz rojo vivo del prisma. Haga su propia lectura espectroscópica.
¡Descubrirá entonces un nuevo elemento, usted, y lo registrará gráficamente y le pondrá nombre!
Entonces, prodigio de prodigios, tal vez se haga conocido en las revistas literarias y un día, ciudadano solvente, se quede deslumbrado y feliz cuando alguien exclame sinceramente “!Bien hecho!”.
La sensación de inferioridad, pues, muy a menudo revela la inferioridad verdadera en un oficio por simple falta de experiencia. De modo que trabaje, adquiera experiencia y así, lo mismo que el nadador se solaza en el agua, podrá estar a gusto en su escritura.
En el mundo hay un solo tipo de historia. La suya. Si usted escribe su historia posiblemente se la venda a una revista y otra.
A mí, Weird Tales me ha rechazado cuentos que después envié y vendí a Harper´s.
Planet Stories me ha rechazado cuentos que vendí a Mademoiselle.
¿Por qué? Porque siempre he intentado escribir mi propia historia. Pónganles la etiqueta que quieran, llámenlas ciencia ficción, fantasía, policial o western. En el fondo todas las buenas historias son de una sola clase: La de la historia escrita por un individuo con una vedad propia. Esa historia siempre cabrá en alguna revista, sea el Post o McCall´s, sea Astounding Science-Fiction, harper´s Bazaar o The Atlantic.
Me apresuro a añadir que para el escritor principiante imitar es natural y necesario. En los años de preparación el escritor debe elegir un campo donde crea que podrá desarrollar cómodamente sus ideas. Si su naturaleza se parece en algo a la filosofía de Hemingway. Si le gustan los westerns de Eugene Manlove Rhodes, en el trabajo se traslucirá esa influencia. En el proceso de aprendizaje, el trabajo y la imitación sobrepasa su función natural. Hay millones de palabras de imitación, a los veintidós años yo me relajé de repente y abrí la brecha a la originalidad con una historia de “ciencia ficción” que era enteramente “mía”.
Recuerden que una cosa es escoger un campo de escritura y otra muy diferente someterse dentro de ese campo. Si su gran amor es el mundo del futuro, parece adecuado que gaste su energía en la ciencia ficción. La pasión le protegerá contra todo sometimiento, o una imitación excesiva. No hay campo malo para un escritor. Lo único que puede causar daño grave son los diversos tipos de presunción.
¿Por qué en nuestra época, en cualquier época, no se escriben y venden más historias “creativa”? Principalmente, creo, porque muchos escritores siquiera conocen el modo de trabajar que he discutido aquí. Estamos tan acostumbrados a la dicotomía entre lo “literario” y lo “comercial” que no hemos etiquetado ni considerado la Senda Media, la vía que mejor conduce a la producción de historias, igualmente agradables para los esnobs y los escribas. Como de costumbre, hemos resuelto el problema, o hemos creído que lo resolvíamos, apretujándolo todo en dos cajas etiquetadas. Cualquier cosa que no entre en alguna de las dos cajas no entra en ninguna part. Mientras sigamos actuando y pensando así, nuestros escritores seguirán sujetos y maniatados por sí mismos. Entre una y otra opción está el Gran Camino, la Vía Feliz.
Y ahora, seriamente (¿les sorprende?) he de sugerirles que lean ustedes un libro de Eugene Herrigel llamado el Zen y el tiro con arco. Allí las palabras TRABAJO, RELAJACIÓN Y NO PENSAR, u otras parecidas, aparecen bajo diferentes aspectos y en marcos diversos.
Yo no sabía nada del Zen hasta hace unas semanas. Lo poco que sé ahora, ya que quizá los intriguen las razones de mi título, es que también en este rubro, el arte de la arquería, tienen que pasar largos años para que uno aprenda la simple acción de tensar el arco y colocar la flecha. Luego otros de preparación para el proceso, a veces tedioso y enervante, de permitir que la cuerda se suelte y la flecha se dispare. La flecha debe volar hacia un objetivo que nunca hay que tener en cuenta.
No creo, después de un artículo tan largo, que deba mostrarles aquí la relación entre el tiro con arco y el arte del escritor. Ya les he advertido que no piensen en objetivos.
Hace años, instintivamente, descubrí el papel que debía desempeñar el Trabajo en mi vida. Hace más de doce, en tinta roja, a la derecha, escribí en mi escritorio las palabras ¡NO PENSAR! ¿Me reprocharán ustedes que, en fecha tan tardía, me haya encantado topar con la verificación de mi instinto en el libro de Herrigel sobre el Zen?
Llegará un día en que sus personajes les escribirán los cuentos: un día en que, libres de inclinaciones literarias y sesgos comerciales, sus emociones golpearán la página y contarán la verdad.
Recuerden: la Trama no es sino las huellas que quedan en la nieve cuando los personajes ya han partido rumbo a destinos increíbles. La Trama se descubre después de los hechos, no antes. No puede preceder a la acción. Es el diagrama que queda cuando la acción se ha agotado. La trama no debería ser nada más. El deseo humano suelto, a la carrera, que alcanza una meta. No puede ser mecánica. Sólo puede ser dinámica.
De modo que apártense, olviden los objetivos y dejen hacer a los personajes, a sus dedos, su cuerpo.
No se contemplen el ombligo, entonces, sino el inconsciente, y con eso que Wordswoth llamo “sabia pasividad”.
Para solucionar sus problemas no les hace falta recurrir al Zen. Como todas las filosofías, el Zen no hizo sino seguir las huellas de hombres que aprendieron por instinto lo que era bueno para ellos. Todo tallista, todo escultor que esté a la altura de su mármol, toda bailarina ponen en práctica lo que predica el Zen sin haber oído nunca esa palabra.
La sentencia “Sabio es el padre que conoce a su hijo” debería parafrasearse en “Sabio es el escritor que conoce a su inconsciente”. Y que no sólo lo conoce sino que lo deja hablar del mundo como sólo ese inconsciente lo ha sentido y modelado, como verdad propia.
Schiller aconsejó a los que fueran a componer que retirasen “a los guardianes de la puertas de la inteligencia”.
Coleridge lo expresó así: “La naturaleza torrencial de la asociación, a la cual el pensamiento pone timón y freno”.
Para acabar, como lectura suplementaria a lo que he dicho “ la educación de un anfibio” de Aldous Huxley, en su libro mañana y mañana y mañana.
Y, libro realmente bueno, Haciéndose escritor, de Dorotea Brande; se publico hace muchos años pero explica muchas de las maneras en que el escritor puede descubrir quién es y cómo volcar en el papel de la materia interior, a menudo mediante la asociación de palabras.
Y ahora díganme, ¿he sonado como una especie de cultista? ¿Cómo un yogui que se alimenta de naranjitas chinas, pasas de uva y almendras a la sombra del baniano? Permítanme asegurarles que si les hablo de todo esto es porque durante años ha funcionado para mí. Y creo que quizá les funcione a ustedes. La verdadera prueba está en la práctica.
Por eso sean pragmáticos. Si no están contentos con mi escritura, bien podrían darle una oportunidad a mi método.
Creo que encontrarían fácilmente un nuevo sinónimo de trabajo.
Es la palabra AMOR.

Ray Bradbury
1973
Zen en el arte de escribir
Editorial Minotauro

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Los Girasoles Ciegos. A. Mendez



Los girasoles ciegos



Ficha de la obra




Vencidos victoriosos

Herme G.Donis



Casi todo resulta sorprendente en este libro que la editorial Anagrama publicó en enero de 2004. Su autor, Alberto Méndez, tenía 63 años cuando ve publicada esta primera obra y muere once meses después sin apenas saborear el éxito que tras su muerte tendría el libro. Durante los meses posteriores a su publicación, y a pesar de las buenas críticas que la novela recibe, las ventas de ésta se hacen casi de una forma clandestina. Algunos comentaristas de radio dan la voz de alerta sobre las cualidades de Los girasoles ciegos. Recomiendan su lectura con pasión y, a partir de ahí, el boca a boca termina por convertirlo en un libro de referencia obligada. Como consecuencia, las ventas comienzan a dispararse (baste decir que a fecha de hoy la editorial ya ha lanzado al mercado ocho ediciones (unos 28.000 ejemplares, según el editor) y el libro consigue primeramente, y en vida de su autor, el Premio Setenil de relatos y posteriormente (ya fallecido Alberto Méndez) los importantes Premios de la Crítica y Nacional de Narrativa. Pendiente quedó el Premio del Gremio de Libreros de Madrid, ya que éste sólo se concede a autores vivos. Pero lo más importante de todo es que Méndez ha contado con un favor que es el mejor de los premios para cualquier creador: la entrega incondicional de los lectores. Casi dos años después de su publicación, el libro aún se sigue recomendando en público y en privado y pocos dudan en saludarlo como una de las obras más importantes publicadas en los últimos tiempos.



¿Pero quién fue Alberto Méndez y qué es Los girasoles ciegos? Alberto Méndez Borra nació en Roma en 1941. Su padre, el poeta y traductor, José Méndez Herrera, trabajaba en aquel momento en la ciudad italiana para la FAO. Muchos lectores puede que recuerden a este último sobre todo como traductor habitual de la editorial Aguilar, para la que tradujo muchas obras de autores tan importantes como Irving, Stevenson, Eliot, Dikens, Chesterton, Bernard Shaw, Tennessee Williams, etc, llegando a conseguir en 1962 el Premio Nacional de Traducción por su versiones de las obras teatrales de Shakespeare. Alberto Méndez, hombre de izquierdas, (milita en el Partido Comunista hasta 1982) estuvo siempre vinculado, de una u otra manera, al mundo de la edición. En su lucha contra el franquismo crea, entre otras, la editorial política “Ciencia Nueva”que clausura Manuel Fraga Iribarne en su época de ministro de la dictadura franquista. Asimismo, llega a ser un alto ejecutivo de la editorial Montena y se dedica a labores de guionista (colaboró en programas dramáticos de RTVE y fue guionista con Pilar Miró) y traductor a veces en solitario y otras en compañía de su hermano Juan Antonio, como ocurre con el libro del marxista italiano Galvano della Volpe Lo verosímil fílmico y otros ensayos, del que el propio Méndez es prologuista.



Últimamente la narrativa se ve inundada de textos referentes a la Guerra Civil Española. Ante este auge son muchas las voces que se alzan bien para celebrarlo o para recordarnos que después de tantos años la palabra “reconciliación” sea aún tan difícil de aceptar. Pero libros como Los girasoles ciegos nos ofrecen unas lecturas fascinantes que, lejos de soliviantar sensibilidades, vienen a poner de manifiesto que es necesario conocer la historia para entender el presente y proyectar el futuro. Los girasoles ciegos es un libro de cuentos articulado a lo largo de cuatro historias- cuatro derrotas, dice el autor- que transcurren entre el período quizá más duro de la posguerra, que va desde 1936 a 1942, y que siendo totalmente independientes están hábilmente entrelazadas entre sí. Sus personajes son seres vencidos. Seres que se encuentran en un camino sin retorno recorriendo una senda de dolorosa entrega e ignorantes de en qué momento su ya maltrecha existencia dará de bruces contra el polvo.



El primer relato, o primera derrota, nos habla del capitán Alegría. Oficial del ejército fascista, Carlos Alegría se rinde a los republicanos cuando las tropas golpistas están entrando en Madrid. Postura que, lógicamente, no es entendida por ninguno de los dos bandos, pero que el oficial explica que toma, entre otras muchas razones aparentemente arbitrarias, porque sus correligionarios no querían ganar la guerra, sino matar al enemigo. Su entrega le acallará la mala conciencia de haber sido miembro de un ejército que, para vencer, ha tenido que cometer tantas atrocidades y crímenes Como dice Ramón Pedregal a propósito de una reseña sobre el libro: “El capitán Alegría es un Bartleby que cuestiona la norma de aquellos con los que vive y no puede abandonar su visión de lo que ocurre”.



La segunda derrota, quizá el relato más logrado y sobrecogedor de los cuatro, nos cuenta el breve periplo de un joven poeta que huye de los vencedores hacia las montañas asturianas en compañía de su mujer embarazada. En medio de la soledad y el frío la muchacha da a luz a un niño y muere tras el parto. A través de un diario íntimo, donde el adolescente deja escrito su miedo, se nos va poniendo en antecedentes de la vana lucha que emprende el joven padre para salvar la vida de su hijo.



El tercer relato, o tercera derrota, gira alrededor del soldado republicano Juan Serna. Cuando el presidente del tribunal que debe juzgarle y su mujer se enteran de que el soldado enemigo conoció y vio morir a su hijo (un ser abyecto que fue fusilado por sus múltiples delitos) le conminan a que hable y hable sobre ese hijo. Intentando arañar unos días más a la existencia, convierte al joven traidor en el héroe que quieren los padres. Mas la impostura pronto le asquea y cuenta la verdad. Verdad que indefectiblemente le llevará a la muerte.



La historia, o la cuarta derrota, que cierra el libro transcurre en la opresiva vida cotidiana del nuevo régimen. En ella se habla de Ricardo. Un “topo” al que toda la familia protege entre miedos y silencios. Desde el armario en el que vive encerrado contempla impotente y horrorizado el acoso libinidoso que sufre su mujer por parte de un diácono, profesor del hijo del matrimonio. El final es dramático y desolador.



Alberto Méndez nos ha dejado con su única obra no sólo un extraordinario ejemplo de composición literaria, sino -y a pesar, de la crudeza de todas las situaciones- una continua muestra de sensibilidad, que puede conmover a todo tipo de lectores. Sencilla, realista y a la vez cargada de simbolismos, Los girasoles ciegos es una obra sobre la memoria. Sobre una memoria colectiva que debe tener definitivamente su asentamiento en el lugar que le corresponde. Porque superar la tragedia de aquella España de represión, marchas militares y ruido de sables, exige, como se dice en la cita inicial de Carlos Piera, asumir, no pasar página o echar en el olvido.



Critica de la obra



El pais. Babelia. 15/10/05

Cuando un peculiar libro de cuentos, como es Los girasoles ciegos, contra todo pronóstico comercial razonable, gana el Premio de la Crítica, el Premio Nacional de Literatura, agota seis ediciones (unos quince mil ejemplares, según su editor), y consigue vender los derechos de traducción a Alemania, Francia, Italia y Serbia, es que algunas virtudes especiales debe tener. Y claro que las tiene: la emoción que produce su lectura y la indiscutible calidad literaria.



El caso es que en una sociedad en la que las novelas insustanciales ocupan tanto espacio mediático, hasta el punto de que apenas dejan sitio para los empeños literarios discretos, más honestos y ambiciosos, como el de Alberto Méndez, es un auténtico milagro que un jurado tan estrambótico como el reunido en el Ministerio de Cultura (hay entre sus miembros honrosas excepciones, claro está; en esto el actual Gobierno no ha logrado distinguirse del anterior) haya acertado plenamente. Lo que no significa que no hubiera otros libros merecedores de reconocimiento, como las novelas de Javier Marías y Luis Mateo Díez, e incluso las memorias de Carlos Castilla del Pino. Hay, por tanto, que alegrarse, y mucho, pues la decisión del año pasado, junto con la forma en que se compuso también entonces el jurado, habían dejado el prestigio del galardón bastante mermado.



¿Por qué tachaba antes Los girasoles ciegos de libro de cuentos peculiar? Pues porque de entre las diversas maneras en que puede organizarse un volumen de cuentos, el autor había optado por la que quizá fuera la más compleja, la que denominamos "ciclo de cuentos", una modalidad a la que también pertenecen, por mencionar un par de buenos ejemplos, Dublineses, de Joyce, y los Cuentos del Barrio del Refugio, de José María Merino. En estos libros de relatos, las piezas, aunque mantengan su valor independiente, aparecen asimismo trabadas, generando otra unidad de sentido distinta.



Pero también es éste un libro de narraciones sobre la Guerra Civil y sus consecuencias políticas y sociales, el último eslabón de una ya riquísima tradición literaria que ha tenido en Max Aub y Juan Eduardo Zúñiga, por sólo citar nombres indiscutibles, algunos de sus mejores cultivadores. Al leerlo por primera vez recordé una frase de Cervantes que le gustaba citar al autor de La gallina ciega: "Con ser vencidos llevan la victoria".



Si no recuerdo mal, el libro de Alberto Méndez apareció en la editorial Anagrama en febrero de 2004, cosechó numerosas y excelentes críticas (de Santos Sanz Villanueva, Ángel Basanta, Juan Antonio Masoliver, Antonio Garrido, Pilar Castro, Pedro M. Domene y Francisco Solano, entre otros), y obtuvo en diciembre el Premio Setenil, que gracias a la iniciativa y al excelente olfato literario de Manuel Moyano y Ramón Jiménez Madrid, se concede en Molina de Segura (Murcia) al mejor libro de cuentos del año.



Cuando el 10 de abril se falló el Premio de la Crítica, el libro continuaba en la primera edición, la segunda apareció unas semanas después y desde entonces no han dejado de sucederse de manera imparable. Lo recuerdo bien porque he observado en diversas ocasiones cómo Marta Ramoneda, de la librería La Central, de Barcelona, quien utilizó el libro de Méndez en el Taller de Lectura que coordina en el Raval, y un cliente habitual con pinta de profesor latoso, cantaban alborozados la aparición, una tras otra, de las sucesivas ediciones... Éste es, por tanto, el típico caso de un libro que funciona por el boca a boca, por la recomendación de los lectores, tras la llamada de atención que supuso el Premio de la Crítica.



ya se ha recordado hace poco en estas mismas páginas, su militancia en el partido comunista, y su vinculación con el mundo editorial, sobre todo a la prestigiosa editorial Ciencia Nueva. Lo que quizá sea menos conocido es que nació en Roma porque su padre, el poeta y traductor José Méndez Herrera, trabajaba para la FAO, aunque los lectores veteranos lo recordarán como traductor habitual de la editorial Aguilar, de autores tan importantes como Goldoni, Dickens, Stevenson, Chesterton y J. B. Priestley, entre otros. Así, en 1962, obtuvo el Premio Nacional de Traducción por su versión de las obras teatrales de Shakespeare.



Dos meses antes de morir, en un correo electrónico que le envió a un amigo, Alberto Méndez afirmaba: "Mi vida ha sido, y así pretendo que sea, una vida oscura y oscurecida por mi dedicación al trabajo y a la familia. El resto ha sido mi militancia política, la clandestinidad, y una obcecación tan fracasada como enfermiza por contribuir a la caída de la dictadura. Lo malo es que, además de no caer, me arrojó encima toda la excrecencia que dimanaba".



No menos interés tiene un breve texto que compuso con motivo de la concesión del Premio Setenil, titulado En torno al cuento. En él, además de señalar a Borges, Cortázar y Carver como sus cuentistas preferidos, apuntaba las virtudes y defectos del género. Así, señala que el cuento se caracteriza por su capacidad sintética y desarrollo vertiginoso, porque sólo utiliza los elementos esenciales de la narración: planteamiento sucinto, enredo esquemático, personajes paradigmáticos y desenlace sorpresivo. Cuando todo ello se logra, comenta, se consigue la dosificación y el equilibrio interno adecuado que convierten al cuento en un género absolutamente moderno.



rirme al libro, aunque ya haya sido suficientemente explicado y valorado. En Los girasoles ciegos se narran cuatro historias de horror y desolación, en las que se ahonda en las razones de la derrota, no en vano los subtítulos de los cuentos aluden a ella. Son relatos para activar la memoria, contra el olvido, y en defensa de la idea de que en una guerra entre hermanos, al fin y a la postre, todos son perdedores. Quizá por ello los personajes a los que se les proporciona voz, siempre seres anónimos, aparezcan desorientados, perdidos, como los "girasoles ciegos" del título, como el Hermano Salvador de la última pieza del conjunto. La cita inicial de Carlos Piera nos incita a asumir la historia, a no olvidarla, a cumplir con el correspondiente duelo que supone el reconocimiento público.



Éste es, por tanto, uno de esos pocos libros que puede satisfacer a todo tipo de lectores. Por un lado, es sencillo y profundo a la vez; realista, pero cargado de simbolismo. Por lo que no me parece arriesgado repetir la propuesta que hace ya varios meses les hice a los lectores de la revista Quimera, sin que mi economía haya sufrido hasta ahora merma alguna por ello. Estoy tan seguro de que van a disfrutar y a emocionarse con la lectura de estos cuentos que me comprometo a devolverles el dinero a todos aquellos que se sientan decepcionados con su lectura. Es una oferta sin riesgo alguno.

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