30 de enero de 2008

El Extranjero, Albert Camus



El Extranjero, Albert Camus

Ficha de la obra


El Extranjero, de Albert Camus (1913-1960), es una novela a tener en cuenta no sólo por su calidad literaria, que es rebosante; sino por su profético estudio sobre el ser humano, sobre su advertencia de la creación progresiva de lo que podemos entender como “hombre del tercer milenio”, es decir, una persona apática, solitaria, resignada ante la vida, carente de emociones y de valores, hasta el punto de ser incapaz de distinguir el bien y el mal.
Estamos ante una obra existencialista, que plantea tantas cuestiones sobre la identidad y sobre la idiosincrasia del ser humano que es una poderosa fuente de reflexiones para el lector.
Narrada en primera persona, El Extranjero cuenta la historia de un oficinista afincado en Argel que comete un absurdo crimen sin motivación alguna. Lo más inquietante de esta novela es que, a pesar de estar relatada por el propio protagonista (que responde al nombre de Meursault), está inundada por un tono frío (más bien gélido), neutro, sin implicación social o emocional de ningún tipo. Bajo esta perspectiva de frialdad, Camus conduce al protagonista a una sensación constante de monotonía e indiferencia que salpica a sus circunstancias exteriores, hasta el punto de matar a un árabe “porque se lo han dicho”.
Los primeros indicios de esta extrema frialdad los encontramos cuando Meursault narra la noticia del fallecimiento de su propia madre. Se supone que debe estar estremecido ante uno de los eventos más importantes de su propia vida, pero lo acoge sin pesar alguno, mostrando simplemente cansancio ante la idea de que ha tenido que desplazarse a otra ciudad para asistir al entierro. No muestra amor por su progenitora, hasta el punto de que no sabe la edad que tenía al morir, ni qué día había fallecido realmente.
Asimismo, cuenta la relación con una compañera de trabajo por la que sólo siente deseos sexuales (esto es, los puramente fisiológicos), dándose cuenta de su vida transcurre de forma automática, él no es más que un autómata en una existencia vacía y carente de sentido y de futuro.
Todo es imparcialidad en Meursault, todo es “no sé” o “me da igual”. De hecho, puede elegir entre acompañar a su jefe a la inauguración de una nueva oficina o pasar el día con unos amigos en la playa, y literalmente, le da igual. Asimila sus acontecimientos con total indiferencia y sin el menor atisbo de preocupaciones. Es en ese día en la playa donde Meursault comete el asesinato con una sangre fría pasmosa.
Aquí acaba esta primera parte reveladora y nada esperanzadora para el futuro del protagonista, con el que el lector no empatiza en ningún momento, pero siente una extrema curiosidad por intentar descubrir los orígenes de un comportamiento tan alienado.
La segunda parte es menos lograda pero a su vez dotada de mayor interés, porque ayuda mucho más a conocer el mundo interior del protagonista. Se trata de su aprisionamiento y del juicio por su asesinato. El abogado de oficio busca como principal argumento que Meursault estaba confundido por la muerte de su madre, pero al declarar que no sintió dolor ni conmoción, tenía el juicio absolutamente perdido. En la prisión parece que su sensación de indiferencia se suaviza un poco y empieza a reflexionar de verdad, sobre el paso del tiempo y de la libertad, dándose cuenta de que no sólo le juzgan por el asesinato en sí, sino por cómo ha llevado su vida en general y en concreto por no haber sido un buen hijo.
El final del libro supone la imposición de la insensibilidad, del desamor y de la indiferencia. Una culminación auténticamente pesimista y desencantada, como advertencia de la nueva generación social que puede que no esté tan lejana, una nueva generación de seres alienados y distantes, vacíos y deshumanizados. Un alegato en contra de la degeneración humana, del despropósito de dar prioridad a otras cuestiones antes que la emocional y un canto en contra de la falta de valores. Por ello, se trata de una novela densa y riquísima en contenidos a pesar de su ajustada extensión, una reflexión imprescindible la que nos brinda Albert Camus para entender al ser humano. Una obra maestra a la que el paso del tiempo no merma, por su calidad literaria y porque llega hasta “adentro” del lector

CRITICA DE LA OBRA


Fréderic Beigbeder
Último inventario antes de liquidación.
Editorial Anagrama


Cuenta la historia de Meursault, un individuo desplazado al que todo le resbala: su madre muere (le resbala); mata a un árabe en una playa argelina (le da lo mismo); es condenado a muerte (ni siquiera se defiende). Las famosas primeras grases del libro ya lo dicen todo: “Hoy, mamá ha muerto. O tal vez ayer, no sé”. ¡El tío ni siquiera sabe el día que murió su madre!
Hay algo de lo que nunca nos damos cuenta: todos los grandes perdedores, los asesinos perdidos, los antihéroes que están a vuelta de todo de la literatura contemporánea son herederos de Meursault. Son Sísifos felices, rebeldes que no se dejan engañar fácilmente, nihilistas, optimistas, inocentes hastiados: en resumen, paradojas ambulantes que siguen respirando pese a la inutilidad de todo.
Y es que, para Albert Camus (1913-1960), la vida es absurda. ¿Por qué todo esto? ¿Para qué? ¿Por qué esta crónica inútil? ¿No tenéis nada mejor que hacer que leer este libro? Todo es vanidad en este bajo mundo (Camus es el Eclesiastés según un pied-noir). Esta taciturna lucidez no le impidió a Camus aceptar el Premio Nobel de Literatura en 1957 (a los cuarenta y cuatro años, lo que le convertía en el laureado más joven después de Kipling). ¿Por qué? ¿Y si “la inevitable felicidad” consistiera en eso? Contrariamente al rechazo esnob de Sartre, siete años más tarde, Albert Camus acepta el Nobel precisamente porque se burla de él. Uno puede burlarse del universo, y aceptarlo de todos modos, incluso amarlo. O eso o suicidarse sin más demora, ya que éste es el único “problema filosófico realmente serio”.
Incluso la muerte de Camus resultará absurda. Aunque tuberculoso, este playboy sosias de Humphrey Bogart fue asesinado a los cuarenta y siete años por uno de los plátanos que bordean la carretera Nacional 6, entre Villeblevin y Villeneuve-la-Guyard con la complicidad de Michel Gallimard y de un Facel Vega descapotable.
Lo único que no resulta absurdo es el estilo que inventó Camus: frases cortas (“sujeto, verbo, complemento directo, punto” escribió Malraux en su informe de lectura, al editor) esa escritura seca, neutra, de pretérito perfecto, que tanto ha influido a los autores de la segunda mitad del siglo, incluso en los del Noveau Roman. Lo cual no impide imágenes impactantes como, por ejemplo, la que describe las lágrimas y el sudor sobre el rostro de Pérez: “Gruesas lágrimas de nerviosismo y dolor corrían por sus mejillas, pero las arrugas las retenían, se estancaban, se reunían y formaban un barniz de agua en aquel rostro destruido”. Aunque se haya estudiado demasiado en la escuela, hay que releer el extranjero, cuya soleada desesperación permanece, como dicen los anuncios de la Suze, “siempre imitada, nunca igualada”.
El humanismo amable de Albert Camus puede llegar a cansar, pero nunca su afilada escritura.

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